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Cayo Juan Claro: recuento.



Hoy quiero propiciar un acercamiento a Cayo Juan Claro, más conocido por El Cayo, donde radica Puerto Carúpano. Lo hago a través de material recolectado en INTERNET, que ofrece datos muy interesantes sobre el origen de este asentamiento costero y cuyos autores son el periodista tunero Juan Morales Agüero y alguien que se firma Richar, residente en Miami a quien cito cuando escribió al final de sus crónicas: Aunque no nací allí, viví en él una parte de mi infancia, perdurando  imperecederamente en mi memoria, a pesar de los años transcurridos, gratos e indelebles recuerdos de ese maravilloso lugar.
 
En los lejanos tiempos en que las aguas adyacentes a Cuba estaban infestadas de piratas, uno de aquellos aventureros de pata de palo, argolla y parche sobre un ojo levantó campamento en un islote cercano a este municipio. Durante varios años, él y sus forajidos fueron los únicos habitantes del paraje. El filibustero, a todas luces de origen español, tenía por nombre Juan Claro. Así que, a falta de otro mejor, la gente de la línea costera dio en llamar Cayo Juan Claro al inhóspito segmento de tierra.
Se ignora hasta cuándo permaneció allí el bucanero, al acecho quizá de algún desprevenido galeón repleto de oro y plata con destino a la Madre Patria.
Lo que sí está probado es que a inicios del siglo VEINTE, Mario García Menocal, un ingeniero graduado en la Universidad de Cornell y fichado por una empresa norteamericana en calidad de administrador, descubrió en el isleño litoral las condiciones ideales para construir un puerto por donde exportar la producción azucarera de los novísimos centrales Chaparra y Delicias hacia la gran nación del norte. Menocal, por cierto, era mayor general del Ejército Libertador y llegó a ser presidente de la República.
Los almacenes destinados a guardar el azúcar eran enormes.   El mayor de ellos, por su gran tamaño era llamado “El Capitolio”.
 Los tanques de miel eran también descomunales, siendo sus facilidades de bombeo hacia los buques cisternas las mayores y más modernas del mundo.
Por no ser demasiado extenso el territorio, además de estrecho y alargado, solo contaba con un número muy reducido de calles, cuya mayoría eran mas bien angostos callejones que separaban las residencias, no existiendo ningún tipo de automóviles o camiones, que por aquella época de los años treinta ya se hacían notar en muchas ciudades y pueblos.
Habitaba El Cayo una amalgama étnica de empleados laborales, originarios de distintas islas cercanas a Cuba. Procedían de  Barbados, Antigua, las islas Caimán, Turcos, Caicos, las Bahamas e Islas Vírgenes, pero la mayoría eran oriundos de Jamaica. Los había, aunque en números menores de otras procedencias.
 
Para simplificar las cosas, todos los que hablaban el idioma Ingles eran llamados Jamaiquinos, sin importar cual fuera su lugar de origen. Constituían un núcleo monolíticamente unido, quizás debido a que en casi su totalidad no dominaban el idioma español.Aunque muy reservados eran educados, respetuosos y corteses.
Los medios de transportación se componían de tres carretones tirados por mulas, que se utilizaban con el propósito de acopiar la basura, repartir el hielo y acarrear agua para la limpieza y el aseo personal. Todo otro movimiento urbano era efectuado a pie o en bicicleta.
La primera urgencia consistió en establecer alguna conexión entre la costa y el cayo. Para eso pensaron en una vía férrea. Pusieron manos a la obra en una franja de casi dos kilómetros de longitud, en un sector poco profundo de la bahía de Puerto Padre. Luego de rellenarla, se empotraron horcones de madera en su lecho y los aseguraron con tablones en forma de crucetas y con un recubrimiento de piedras. Finalmente, sobre la estructura se tendieron los rieles.
La construcción del pedraplén que corre paralelo a la vía férrea alimenta aún la autoestima de los habitantes de Cayo Juan Claro. La vía tiene 5,5 metros de ancho y 1 600 de largo. Estudios de la Academia de Ciencias avalan que su curso no afecta el ecosistema de la zona. Por su connotación, esta obra figura en la lista de las siete maravillas de la ingeniería civil tunera de todos los tiempos.
Fue la mayor hazaña realizada por nuestra gente —asegura Víctor Ramos Pérez, un septuagenario también nativo de esta diminuta ínsula puertopadrense. Sucedió en 1960 y movilizó durante un buen tiempo a casi todos los vecinos, incluyendo mujeres y niños.
El Puente convoca: ¿Quién tiene más que aportar desde su experiencia a esta historia de Cayo Juan Claro?

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